FOPLADE-El fracaso amoroso de Orhan Pamuk
El Nobel turco desvela una parte de su vida en 'El museo de la inocencia' que hoy adelanta Babelia en la edición digital de EL PAÍS
WINSTON MANRIQUE SABOGAL - Madrid - 21/09/2009
La confesión de un amor obsesivo, de una ilusión infeliz, con el trasfondo de la historia del Estambul de los últimos 30 años llena las páginas de la nueva novela de Orhan Pamuk: El museo de la inocencia (Mondadori). "Un libro muy ambicioso en el que he trabajado durante más de una década", asegura el Nobel turco y donde palpita la pregunta de ¿qué es el amor en realidad? La novela, que llega a las librerías el 2 de octubre, es el avance literario que ofrece hoy, como cada lunes, Babelia en la edición de EL PAÍS digital.
La vuelta del amor como epicentro de la narrativa contemporánea sigue su andadura imparable con esta obra de Pamuk. La novela no es sólo un recorrido por los sentimientos y divergencias del amor, las relaciones, el sexo, los temores y del espejismo de la felicidad amorosa como motor de vida, sino también un gran retrato de un Estambul que despega hacia su futuro más moderno.
Orhan Pamuk empieza la narración con la escena donde anidan futuro y pasado, y sobre la cual todo el mundo suele dar vueltas y vueltas: "Fue el momento más feliz de mi vida y no lo sabía. De haberlo sabido, ¿habría podido proteger dicha felicidad? ¿Habría sucedido todo de otra manera? Sí, de haber comprendido que aquel era el momento más feliz de mi vida, nunca lo habría dejado escapar. Ese momento dorado en que una profunda...".
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Fragmento.1
EL MOMENTO MÁS FELIZ DE MI VIDA
Fue el momento más feliz de mi vida y no lo sabía. De haberlo
sabido, ¿habría podido proteger dicha felicidad? ¿Habría sucedido
todo de otra manera? Sí, de haber comprendido que aquel
era el momento más feliz de mi vida, nunca lo habría dejado escapar.
Ese momento dorado en que una profunda paz espiritual envolvió
todo mi ser quizá durara solo unos segundos, pero me pareció
que la felicidad lo convertía en horas, años. El 26 de mayo
de 1975, lunes, hubo un instante, hacia las tres menos cuarto, en
el que pareció que, de la misma forma que nos liberamos de
nuestras culpas, pecados, penas y remordimientos, también nos
liberamos de las leyes de la gravedad y el tiempo en el mundo.
Besé el hombro de Füsun, sudoroso por el calor y el sexo, la
abracé lentamente, entré en ella y le mordí ligeramente la oreja
izquierda, cuando de súbito el pendiente que llevaba pareció
quedarse detenido en el aire durante largo rato y luego cayó por
su propio peso. Éramos tan felices que fue como si no percibiéramos
aquel pendiente, en cuya forma no me había fijado ese
día, y seguimos besándonos.
Fuera lucía ese cielo resplandeciente tan característico de Estambul
en los días de primavera. En las calles el calor hacía sudar
a los estambulíes, que aún no se habían librado de los hábitos
del invierno, pero en el interior de las casas, en las tiendas y a la
sombra de los tilos y los castaños seguía haciendo fresco. Notábamos
una frescura similar procedente del colchón que apestaba
a rancio sobre el que hacíamos el amor olvidados de todo como
niños felices. A través del balcón abierto sopló una brisa prima-
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veral con perfume a mar y a tilos que levantó los visillos, los dejó
caer a cámara lenta sobre nuestras espaldas y provocó un escalofrío
en nuestros cuerpos desnudos. Desde aquella habitación de
atrás del segundo piso, desde la cama en la que estábamos, veíamos
en el jardín a unos niños que jugaban vehementemente
al fútbol insultándose, y al darnos cuenta de que las palabrotas
que se decían correspondían exactamente a lo que estábamos
haciendo, nos detuvimos por un instante, nos miramos a los ojos
y nos sonreímos. Pero nuestra felicidad era tan profunda e inmensa
que enseguida olvidamos el chiste que la vida nos ofrecía
en el jardín de atrás del mismo modo que nos habíamos olvidado
del pendiente.
Cuando nos vimos al día siguiente, Füsun me dijo que lo había
perdido. En realidad, después de que se fuera yo había visto
entre las sábanas azules aquel pendiente en cuyo extremo tenía
la inicial de su nombre, y en lugar de guardarlo, impulsado por un
extraño instinto, me lo metí en el bolsillo de la chaqueta para que
no se perdiera.
–Aquí está, cariño –le dije. Metí la mano en el bolsillo derecho
de la chaqueta, colgada del respaldo de la silla–. ¡Vaya! Pues
no está. –Por un instante me pareció percibir el presagio de un
desastre, de algo nefasto, pero al notar el calor de la mañana recordé
de inmediato que me había puesto otra chaqueta–. Ha debido
de quedarse en el bolsillo de la otra chaqueta.
–Por favor, tráemelo mañana, no lo olvides –dijo Füsun
abriendo enormemente los ojos–. Tiene mucha importancia
para mí.
–Muy bien.
Füsun era una pariente lejana y pobre de dieciocho años cuya
existencia prácticamente había olvidado hasta un mes antes. Yo
tenía treinta años y estaba a punto de prometerme y casarme
con Sibel, de quien todo el mundo decía que parecía perfecta
para mí.
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LA BOUTIQUE CHAMPS ÉLYSÉES
Los sucesos y coincidencias que habrían de cambiar mi vida entera
habían comenzado hacía un mes, o sea, el 27 de abril de 1975,
cuando Sibel y yo vimos en un escaparate un bolso de la famosa
marca Jenny Colon. Sibel, con quien pronto me comprometería,
y yo caminábamos por la calle Valikona˘gı disfrutando de la
fresca noche de primavera ligeramente borrachos y muy felices.
Durante la cena en Vestíbulo, el elegante restaurante abierto poco
antes en Ni¸santa¸sı, habíamos estado hablando largamente a mis
padres de los preparativos de la ceremonia de nuestro compromiso:
lo celebraríamos a mediados de junio para que Nurcihan,
la compañera de Sibel de Notre Dame de Sion y de sus años en
dicha ciudad, pudiera venir desde París. Sibel había encargado
hacía tiempo su vestido para la ocasión a ˙Ipek ˙Ismet, la modista
favorita por entonces en Estambul, y la más cara. Esa noche mi
madre y Sibel hablaron por primera vez sobre cómo habrían de
bordarse en el vestido las perlas que iba a darle. Mi futuro suegro
quería celebrar una petición de mano tan fastuosa como una
boda para su única hija, y eso agradaba a mi madre. También mi
padre estaba contento de tener una nuera como Sibel, que había
estudiado en la Sorbona, aunque por aquel entonces la burguesía
de Estambul siempre decía de todas las jóvenes que habían
estudiado cualquier cosa en París que lo habían hecho «en
la Sorbona».
Acompañaba a Sibel a su casa después de la cena con el brazo
echado amorosamente sobre su firme hombro pensando en
lo feliz y lo afortunado que era cuando de repente dijo: «¡Ah,
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qué bolso más bonito!». A pesar de que mi cabeza estaba bastante
aturdida por el vino, de inmediato tomé nota del bolso del
escaparate y de la tienda y al mediodía siguiente fui a comprarlo.
En realidad, no era de esos hombres detallistas, atentos y galantes
de nacimiento que buscan la menor excusa para hacer regalos y
enviar flores a las mujeres; puede que quisiera serlo. Por aquel entonces
las amas de casa ricas y occidentalizadas de ciertos barrios
de Estambul, como ¸Si¸sli,Ni¸santa¸sı y Bebek, cuando se aburrían
no abrían galerías de arte, sino boutiques, e intentaban venderles
a otras amas de casa tan ricas como ellas a unos precios absurdamente
altos ropa que mandaban cortar copiándola de revistas de
importación como Elle o Vogue, vestidos que traían en maletones
de París y Milán y baratijas y bisutería de contrabando. ¸Senay
Hanım, la propietaria de la boutique Champs Élysées, me recordó,
cuando la encontré años más tarde, que éramos parientes
lejanos por parte de madre, como me ocurría con Füsun. El
hecho de que mucho después ¸Senay Hanım me entregara todo
lo que todavía conservaba de la boutique Champs Élysées, incluido
el letrero de la puerta, sin preguntarme por los motivos
del exagerado interés que mostraba por cualquier cosa que tuviera
que ver con la tienda y Füsun, produjo en mí la sensación
de que la historia que habíamos vivido, incluidos algunos extraños
momentos, era conocida no solo por ella, sino también por
una multitud mucho más amplia de lo que habría creído.
Al día siguiente, cuando entré en la boutique Champs Élysées
poco antes de mediodía, los cencerritos de camello de bronce
de doble badajo que colgaban de la puerta cascabelearon con un
sonido que todavía hoy acelera mi corazón. Estábamos en primavera,
pero el interior de la tienda estaba oscuro y fresco a pesar
del calor de mediodía. En un primer momento creí que no
había nadie. Luego vi a Füsun. Mis ojos todavía estaban intentando
acostumbrarse a la penumbra después del sol de mediodía,
pero, por algún extraño motivo, el corazón se me vino a la boca,
hinchado como una gigantesca ola que está a punto de romper
contra la orilla.
–Quiero comprar el bolso del maniquí del escaparate –dije.
«Muy bonita –pensé–, muy atractiva.»
–¿El bolso Jenny Colon color crema?
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Al cruzarse nuestras miradas recordé de inmediato quién era.
–El que lleva la maniquí del escaparate –susurré como en un
sueño.
–Ya sé cuál –dijo, y echó a andar hacia el escaparate.
De un golpe se quitó el zapato amarillo de tacón alto del pie
izquierdo y puso el pie desnudo, de uñas cuidadosamente pintadas
de rojo, en el suelo del escaparate y se estiró hacia el maniquí.
Primero miré el zapato vacío y luego sus largas y muy hermosas
piernas. Estaban ya morenas por el sol, antes de mayo.
Su falda amarilla con encajes y estampada de flores le quedaba
más corta de lo que debería a causa de lo largas que tenía las piernas.
Tomó el bolso, pasó detrás del mostrador, abrió con sus largos
y hábiles dedos la parte cerrada con cremallera del bolso (de
su interior salieron unas bolas de papel cebolla color crema), dos
pequeños compartimentos (vacíos) y un bolsillo secreto del que
surgieron un papel en el que ponía «Jenny Colon» y unas instrucciones
de mantenimiento, y me lo mostró todo con un gesto
misterioso y extremadamente serio, como si me enseñara algo
sumamente íntimo. Nuestras miradas se cruzaron por un instante.
–Hola, Füsun. Cuánto has crecido. Parece que no me has reconocido.
–Claro que sí, Kemal, le he reconocido al momento, pero
como parecía no acordarse de mí no quise molestarle.
Se produjo un silencio. Miré lo que poco antes me señalaba
en el bolso. Su belleza, la falda excesivamente corta para aquellos
tiempos, o cualquier otra cosa, me habían puesto nervioso y era
incapaz de comportarme con naturalidad.
–¿Y qué haces?
–Estoy preparando el examen para la universidad. Y vengo
aquí todos los días. En la tienda conozco a gente nueva.
–Qué bien. ¿Y cuánto cuesta este bolso?
–Mil quinientas liras –dijo leyendo con el ceño fruncido la
pequeña etiqueta escrita a mano en la base del bolso. (Era una
cantidad que correspondía al sueldo de seis meses de un funcionario
joven por aquel entonces)–. Pero estoy segura de que
¸Senay Hanım podrá hacer algo por usted. Ha ido a su casa a almorzar.
Estará durmiendo y no puedo llamarla para preguntarle.
Pero si se pasa esta tarde…
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–No tiene importancia –respondí y con el mismo gesto que
Füsun tantas veces imitaría, exagerándolo, en el sitio de nuestras
citas secretas, me saqué la cartera del bolsillo de atrás y conté los
húmedos billetes.
Füsun envolvió con cuidado pero de forma inexperta el bolso
con un papel y lo puso en una bolsa de plástico. Sabía que en
medio de aquel silencio yo estaba contemplando sus largos brazos
color miel y sus rápidos y elegantes movimientos. Le di las
gracias cuando me entregó amablemente el paquete.
–Recuerdos a la tía Nesibe y a tu padre –dije (en aquel momento
no se me vino a la cabeza el nombre de Tarık Bey).
Dudé por un instante: mi espíritu se había desprendido de
mi cuerpo y abrazaba y besaba a Füsun en un rincón paradisíaco.
Me encaminé hacia la puerta a toda velocidad. Era una
fantasía estúpida, y además en realidad Füsun tampoco era tan
bonita. Sonaron los cencerrillos de la puerta y oí que un canario
empezaba a trinar. Salí a la calle y el calor me agradó. Estaba satisfecho
de mi regalo y quería mucho a Sibel. Decidí olvidar la
tienda y a Füsun.
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Criterios y opiniones.